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Educar en el equilibrio: entre el acierto y el error

  • Foto del escritor: Abraham Ramos Viera
    Abraham Ramos Viera
  • 19 feb
  • 3 Min. de lectura

Con la publicación de mi último artículo, en el que hablaba sobre la importancia de valorar el esfuerzo por encima del resultado, surgieron algunas reflexiones interesantes en los comentarios y conversaciones posteriores. Algunas personas plantean que los niños también necesitan reconocer sus límites, saber cuándo se equivocan y cuándo han hecho algo mal. Y aunque mi artículo no trataba específicamente sobre eso, sino sobre la necesidad de valorar el esfuerzo como un proceso continuo de aciertos y errores, esta idea me llevó a profundizar en una cuestión aún más amplia.


Desde una visión dicotómica, a menudo caemos en la trampa de los extremos: o ponemos todo el énfasis en celebrar los logros sin atender a los errores, o nos enfocamos tanto en señalar lo que está mal que dejamos poco espacio para el reconocimiento de lo que sí funciona. Sin embargo, lo deseable es transitar el espacio que se establece entre ambos extremos. No se trata de elegir entre corregir los fallos o reconocer los éxitos, sino de encontrar un punto de equilibrio que permita a los niños desarrollar confianza en sí mismos y, al mismo tiempo, aprender de sus errores para alcanzar un conocimiento más profundo.


El error ha sido, históricamente, una de las principales herramientas de aprendizaje. Numerosos estudios en psicología educativa han demostrado que aprender de los fallos fortalece la memoria y mejora la capacidad de resolución de problemas. La teoría del "error productivo", desarrollada por Kapur (2008), sostiene que cuando los estudiantes enfrentan dificultades y se ven obligados a reflexionar sobre sus propios fallos antes de recibir la respuesta correcta, su aprendizaje es más duradero y significativo. Sin embargo, para que esto ocurra, es esencial que los errores no sean vistos como fracasos, sino como oportunidades de mejora. En este sentido, Carol Dweck, con su teoría de la mentalidad de crecimiento, ha demostrado que los niños que aprenden a ver los errores como parte natural del proceso educativo desarrollan una mayor resiliencia y motivación para seguir aprendiendo.

No se trata de elegir entre corregir los fallos o reconocer los éxitos, sino de encontrar un punto de equilibrio que permita a los niños desarrollar confianza en sí mismos y, al mismo tiempo, aprender de sus errores para alcanzar un conocimiento más profundo.


Pero si corregir los errores es fundamental, también lo es el refuerzo positivo. La retroalimentación basada en elogios ha sido ampliamente estudiada en neurociencia y psicología del aprendizaje. La dopamina, un neurotransmisor clave en los procesos de motivación y recompensa, se libera cuando un niño recibe reconocimiento por su esfuerzo, lo que refuerza la conducta positiva y aumenta la probabilidad de que siga intentándolo. Sin embargo, cuando los elogios son excesivos o no están vinculados a un progreso real, pueden generar un efecto contraproducente, dando lugar a lo que algunos investigadores han llamado la "inflación del elogio". Un estudio de Brummelman et al. (2014) encontró que cuando a los niños se les felicita de manera exagerada sin un sustento real, pueden desarrollar miedo al fracaso y evitar nuevos desafíos para no decepcionar las expectativas creadas.


Entonces, ¿cómo encontrar el equilibrio? La clave está en combinar ambas estrategias de manera intencional y consciente. Corregir errores sin convertirlos en una carga, sino en una oportunidad de mejora, y al mismo tiempo, reforzar los aciertos sin caer en elogios vacíos. Un aprendizaje efectivo requiere que los niños reciban la motivación suficiente para perseverar, pero también la guía necesaria para mejorar.

Si algo tengo claro es que la educación no es un ejercicio de extremos. No podemos limitarnos a una educación que solo premie los aciertos sin permitir el aprendizaje del error, pero tampoco podemos caer en la obsesión de corregir cada fallo sin reconocer el esfuerzo y el progreso. La enseñanza no debe ser una dicotomía entre elogiar o corregir, sino un proceso dinámico en el que ambas estrategias se complementan. La ciencia nos dice que el aprendizaje es más profundo cuando el error se enfrenta con curiosidad y se corrige con propósito, y cuando el éxito se reconoce con sentido y no como una rutina automática.


Porque, al final, lo que realmente nos hace aprender no es solo el aplauso ni solo la corrección, sino la combinación de ambos en su justa medida.



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