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La trampa de rendir sin descanso

  • Foto del escritor: Abraham Ramos Viera
    Abraham Ramos Viera
  • 11 nov
  • 3 Min. de lectura

Vivimos en una cultura que nos empuja a rendir sin pausa, a medir nuestra valía por lo que hacemos y no por lo que somos. Lo hemos normalizado tanto, que el cansancio ya forma parte de nuestra identidad.

Cada vez escucho a más personas decir que llegan agotadas al final del día. No se trata solo de cansancio físico, sino de un tipo de agotamiento más profundo, ese que no se alivia con dormir. Es el cansancio de tener que rendir siempre, de sentir que hay que responder a todas las demandas, cumplir con todas las expectativas, sostener una imagen de eficacia incluso cuando la motivación se apaga.

Durante un tiempo, el piloto automático nos mantiene en marcha. Cumplimos, producimos, seguimos. Pero cuando esa dinámica se prolonga, el cuerpo y la mente pasan factura. No estamos diseñados para vivir en modo rendimiento permanente. Y, sin embargo, lo hacemos.

Vivimos atrapados en la llamada sociedad del merecimiento, esa que nos repite que tenemos lo que nos ganamos, que todo depende de cuánto nos esforcemos, que quien lucha lo suficiente acaba consiguiendo lo que quiere. El problema no es el valor del esfuerzo, sino lo que hemos hecho con él. Hemos confundido el esfuerzo con el sometimiento, la mejora personal con la exigencia constante, el deseo de aprender con la obligación de superarse cada día. Y así hemos caído en una trampa silenciosa que nos agota mental y físicamente: la de creer que nuestro valor depende de lo que logramos, de lo que tenemos o de lo que producimos.

La mejora continua, entendida como una aspiración vital, es un objetivo legítimo. Todos deseamos crecer, aprender, vivir mejor, construir relaciones más sanas. El esfuerzo, bien entendido, nos fortalece y da sentido a nuestras metas. Pero cuando el esfuerzo se convierte en un mandato perpetuo , en una lucha sin descanso por demostrar que merecemos estar aquí, se transforma en una forma de esclavitud invisible. Nos instala en una carrera sin meta, una que nunca termina porque la satisfacción plena nunca llega. Siempre falta algo: un paso más, un logro más, un reconocimiento más.

Y mientras tanto, el tiempo pasa. Vivimos esperando que ocurran grandes cosas, pero lo único que ocurre es la vida misma, que transcurre mientras tratamos de estar a la altura de un ideal que nadie alcanza. En ese intento por rendir siempre, vamos perdiendo la capacidad de disfrutar de lo sencillo: un paseo sin propósito, una conversación sin reloj, el silencio de no tener nada urgente que hacer.

Nos exigimos tanto que hemos olvidado que también somos valiosos cuando descansamos, cuando no producimos, cuando simplemente somos.

Nos exigimos tanto que hemos olvidado que también somos valiosos cuando descansamos, cuando no producimos, cuando simplemente somos. Hemos normalizado la idea de que parar es fallar, cuando en realidad parar es una forma de cuidarse.

Quizás la solución no sea fácil ni inmediata, pero podría empezar por ahí: por recuperar el valor de lo cotidiano, por concedernos tiempo para lo que nos produce alegría, por permitirnos la calma sin culpa. Necesitamos entender que el descanso no es una pérdida de productividad, sino una condición para el equilibrio, para la salud mental y para una vida que tenga sentido.

Salir de la trampa de rendir no significa renunciar al esfuerzo, sino reconciliarlo con el bienestar. Significa recordar que la vida no se mide solo por lo que conseguimos, sino también por lo que sentimos, por los momentos que compartimos y por la serenidad de saber que, a veces, no hacer nada también es hacer mucho.

Porque si seguimos corriendo sin sentido, lo único que conseguiremos será que pase la vida… sin haberla vivido del todo.

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