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La epidemia del insulto en redes sociales

  • Foto del escritor: Abraham Ramos Viera
    Abraham Ramos Viera
  • 19 mar
  • 3 Min. de lectura

Parece que hoy en día el impulso más inmediato ante cualquier noticia, ante cualquier información, sin importar el ámbito del que se trate, es el comentario. No cualquier comentario, sino uno despectivo. Puede que no se mayoritario, pero sí es cierto que las personas que actúan de esta manera generan mucho ruido, eligiendo opinar con desprecio, utilizando insultos, palabras malsonantes o incluso insinuaciones que, sin ser afirmaciones directas, dejan en el aire sospechas sobre la persona a la que van dirigidas.

Lo más inquietante es que ni siquiera hace falta que haya un contexto de conflicto o una razón de peso. En las redes sociales, cualquier cosa puede ser motivo para atacar. Se opina sobre la belleza física de una persona, sobre sus arrugas, sobre su sobrepeso, sobre su forma de hablar o de vestir, con una ligereza que asusta. Y al otro lado de ese comentario, de esa opinión, hay una persona que escucha y que lo recibe, alguien que quizás no tenga las herramientas emocionales para encajarlo. Nos hemos acostumbrado a opinar sobre todo y sobre todos, sin detenernos a pensar en las consecuencias, sin hacer el mínimo esfuerzo por ponernos en el lugar del otro y muchas veces sin tener ni un mínimo compromiso con indagar si aquello que vamos a decir se fundamenta sobre una información veraz.

Al otro lado de ese comentario, de esa opinión, hay una persona que escucha y que lo recibe, alguien que quizás no tenga las herramientas emocionales para encajarlo.


Quiero pensar que, en el fondo, no es maldad pura lo que hay detrás de esta falta de empatía, sino olvido. Olvido de que detrás de la pantalla hay personas, olvido de que lo que escribimos puede hacer daño. Tal vez sea eso: que a través de una pantalla perdemos el feedback humano, no vemos la herida que nuestras palabras provocan y, por tanto, no sentimos ninguna necesidad de medirlas. Pero, aunque quiera creer en el olvido más que en la crueldad, me sigue pareciendo preocupante.

Si a esto le sumamos el anonimato, la ecuación se vuelve aún más tóxica. ¿Cuántas veces hemos visto comentarios agresivos, hirientes, escritos desde cuentas sin foto, sin nombre, sin identidad real? Probablemente, una de las formas más obvias de cobardía es utilizar el anonimato para desprestigiar, para insultar, para hacer daño sin asumir ninguna responsabilidad. Es fácil ser cruel cuando no hay consecuencias, cuando nadie puede exigir explicaciones, cuando se puede lanzar la piedra y esconder la mano.

Esta normalización del insulto no se queda en las redes. Cuando nos acostumbramos a la agresividad en lo digital, tarde o temprano la trasladamos a lo cotidiano. Lo vemos en la crispación de las conversaciones públicas, en el tono de los debates, en la forma en que se desacredita a quien piensa diferente. Pero, sobre todo, lo vemos en el impacto que esto tiene en quienes aún están construyendo su identidad. No es casualidad que cada vez más adolescentes sufran ansiedad, depresión o miedo a exponerse. No es casualidad que la autoestima de muchos jóvenes dependa de la aprobación o el rechazo que reciben en redes.

Algo deberíamos replantearnos como sociedad si lo que se ha convertido en tendencia es despreciar sin más, opinar sin empatía, atacar con facilidad. La libertad de expresión nunca debería ser sinónimo de impunidad para el insulto. Porque al final, si normalizamos el odio, ¿qué nos queda?


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